California Sur.

Ella, sentada sobre el taburete exprimía con paciencia hasta la última gota de suero del cuajo, que con cada presión de sus manos era sudado por el molde. Su apariencia y gestos siempre me habían resultado novelescos . El rostro serio y altivo, la delgadez de su cara, el pelo recogido en un moño bajo, los ademanes tranquilos y medidos. Podría haber pasado por la viuda de un rico archiduque si no la delataran las arrugas de una piel quemada por el sol y unas manos nudosas y rudas de trabajar duro de como solo se trabaja en el campo. Mi abuela paterna, terminaba el cuarto queso con una capa de sal sobre él.
-Tu tío dormirá hoy en el Lameiro, hay una manada de lobos que están atacando a las ovejas. Si quieres le puedes acompañar- me dijo.
El frío de la noche posándose en el trocito de rostro, que asoma lo justo para respirar aire freso, las pesadas mantas de lana sobre el cuerpo acurrucado, los sonidos de la noche y las estrellas brillando con fuerza hicieron de aquella noche la mejor del verano del 89.

En este tramo también empiezo a percibir un sutil cambio a peor en la sociedad, que más adelante se hará evidente, aunque me sigo sorprendiendo con la gente y su hospitalidad.
Adelle esta jubilada, y orgullosa de ser propietaria de un pedacito de tierra. Es una mujer de mente abierta que adora los museos y la tranquilidad de su pueblo, ella entraba a comprar cuando yo colocaba el desayuno que acababa de adquirir en la despensa de la alforja delantera. No tenía muy claro donde dormir esa noche, sin campings cercanos y muchos ranchos vallados le pregunté por un lugar para mi tienda, vi la reflexión en sus ojos durante medio segundo y acto seguido me dijo que esa noche dormiría en su jardín mágico, un rincón de exuberante verde que se esconde tras una puerta roja de hierro forjado.
Mientras cenábamos con una Pats Ribon en el único bar del pueblo que servía alcohol hablamos de nuestras vidas, de su familia, de mi viaje, en fin, compartimos un pedazo de nosotros y un abrazo de despedida al día siguiente confirmó que ambos nos alegrábamos de habernos cruzado en la vida del otro.
Es duro el contradictorio efecto de estos encuentros, en los que compartes «alma» de manera fugaz y que te reconforta, pero que una vez solo, en la tienda, remarca con rotulador fosforito la palabra LEJOS. Lejos de tu vida anterior, la misma que es el espejo de lo que acabas de vivir por unas horas. Lo cierto es que te deja un poco nokeado por momentos.
Mi llegada al Golden Gate la hice ceremoniosamente, despacio, saboreando cada pedaleada, dejándome llevar por las emociones. Para mi representaba una meta y estoy contento de haberla cumplido. Cruzar la bahía me tomo una hora, en los cascos sonaba country rock y mi cara lucía sonrisa de domingo.
Esa misma mañana y antes de entrar en la ciudad me encontré con una pareja con la que había hablado el día anterior mientras me tomaba un descanso en la subida de un puerto, para ellos era increíble lo que yo estaba haciendo, viajar en bici transportando todo lo que necesitas. Una vez más me ofrecieron unos dolares, una manera de echarme una mano en el viaje, siempre rechazo el dinero pero esta vez no aceptaron la negativa, los cogí de buen grado y me tome un excelente almuerzo… ¡gracias!

Un Higway Patrol retirado con cara de Clint Eastwood me deja acampar en su casa 8 km colina arriba, ummmh, estooo, ¿arriba? gracias pero no. Non ti preocupare, vamos a la panadería del pueblo que conozco al dueño y tiene un espacio para picnics detrás. Genial, a que hora decís que abrís los croissant.
En Santa Cruz decido ir a visitar Yosemite, algo que venía rumiando días atrás. Para llegar al parque necesito rebasar dos arrugas que se interponen entre el océano y el valle de San Joaquín que se cierra en su lado oriental con las moles de granito del parque nacional.
En la primera arruga cruzo un puerto duro, de carretera estrecha y retorcida, las camionetas de mexicanos que regresan a casa después de trabajar en las plantaciones me limpian el polvo de la alforja trasera. En el marco de las gafas se acumula el sudor,en la cabeza las plegarias, soy ateo pero por un momento me entrego a Dios, a Buda y Alá, no tengo ninguna gana de que coloquen una bicicleta blanca en ese lugar. Por cierto son unas cuantas las que voy viendo, como conductor reconozco que en muchas ocasiones he perdido los nervios al volante, pero recuerda, el que está fuera sobre dos ruedas puede perder mucho más que eso. Del otro lado de las montañas, un horror de campos de cultivos que no me dejan ni un hueco para la tienda, una carretera atestada y el arcén inutilizado por obras.

-Hola, buenas tardes. ¿habláis español?-¡Pues claro Álvaro, eso es evidente!. Mutis por el foro.-Joder, esto va ha ser más difícil de lo que pensaba.- Pienso yo.-Estooo…veréis, es que ando buscando un lugar donde montar la carpita y a lo mejor vosotros me podéis ayudar- cara de embobados un rato, miradas al suelo…a ver chicos, estamos solos los tres, va ha resultar difícil ignorarme.-¿entonces?, ¿conocéis algún sitio?-
La parte más turística y con mejor acceso de Yosemiti es su valle, aquí el parque es una especie de Disneylandia de la naturaleza con cientos y cientos de turistas, caravanas, coches y bicicletas de alquiler recorriendo cada rincón. Afortunadamente, este hecho no desmerece lo sobrecogedor del entorno, las paredes que lo encierran simplemente escapan a nuestra escala. Hasta que ves una diminuta manchita que parece moverse y te percatas de que es un escalador, ahí, en ese preciso instante, con la nuca doblada hacia arriba, la boca abierta y un poco seca y los ojos entrecerrados, es cuando piensas. -¡Joder, que pedazo de piedra!- Me tomé un «día libre» en el parque, del que me fui con agujetas en sitios nuevos. Aún así el treking de 5 horas mereció la pena.
De Yosemiti salgo haciendo compañía a un ciclista alemán, Christian me ha convencido para seguir hacia el sur sobre la cadena montañosa, visitar un par de parque nacionales más y compartir pedaleadas. Pero un día, en una equivocación de carreteras pierdo mi compañía y mi rumbo. De repente me encuentro de nuevo en el valle de San Joaquín, son las dos de la tarde y el mercurio roza los 45º. Cuando paré a las 6 después de pelear un lugar donde acampar, la insolación me duerme desde las 7 de la tarde hasta las 5 de la madrugada.
Definitivamente tocaba regresar a la costa, volver a cruzar el valle y superar las dos pequeñas cadenas montañosas. Pero esta vez no me iba a pillar fuera de juego, una bibliotecaria majísima y 3 horas de «Extra Time» en el ordenador de la biblioteca me ayudan a buscar, trazar e imprimir la ruta para una semana entera. ¡Y que ruta señores!
Las curvas suaves, casi femeninas de las colinas moldean la luz en un juego de sutiles sombras, que se desvanecen en amarillo pajizo. El sol, escondiéndose tras la loma tiñe de fuego la franja del horizonte que va cediendo ante el peso del azul de la noche. No tardarán más de una cena y los preparativos para meterse en el saco en aparecer, refulgiendo en la negrura, formando una Vía Lactea pura como pocas veces he visto. He regresado al verano del 89 y su cielo de estrellas.
La Panoche Road es esa solitaria y preciosa carretera que cruza las colinas Panoche, en parte propiedad protegida del estado en parte ranchos ganaderos tradicionales. Una carretera que exprimí al máximo, quedándome a dormir dos noches cuando podía haberla cruzado en una jornada y donde volvió la hospitalidad perdida en zona de cultivos. Un interesante jubilado que me abrió las puertas de su bar para moteros y me invitó a una cerveza helada en su día de descanso o los bomberos a los que les pedía agua y que además de prepararme un sandwich, casi me obligan a quedarme en sus instalaciones a dormir. ¡Ni loco! No con estas colinas ofreciéndome un cielo en 3d y Dolby Sourround. La sensación de estar en la tienda y escuchar a 50 metros como despierta una camada de coyotes, mientras juguetean y se preparan para salir a cazar de noche con su madre ha sido una de las experiencias más bonitas hasta ahora, por no hablar de las ratas canguro gigantes, que no os confunda el sobrenombre de ratas, no se parecen a esos simpáticos animalillos de alcantarilla. Y el correcaminos (siii existe, no solo es un dibujo animado), que doy fe, ni con los torpedos marca ACME que le acoplé a Cleta pude seguirlo.
De nuevo junto al mar reencuentro con «viejas» sensaciones. La Big Sur no ofrece mejores paisajes que Oregon o Washington, mi retina esta acostumbrada a esa belleza y lejos de sufrir el mal de Sthendal, me empieza a aburrir un poco y el número de fotos cae en picado, por no decir que a esta zona le falta lo más importante que tiene el norte, facilidad para los ciclistas y gente amabilísima. Lo que le sobra es tráfico que hace bastante desagradable rodar, especialmente en estas fechas, de agosto, donde la carretera se inunda de Camaros y Mustangs que se deben de alquilar para el propósito por que si no, no me lo explico.
LLegar a las grandes ciudades siempre representa un poco de stress, el tráfico, la confusión de carreteras, la falta de espacios libres… pero Los Angeles te lo pone especialmente difícil. Entrando por el norte, el último camping del estado se encuentra a unos 40 kilómetros de Los Angeles y a partir de ahí son dos jornadas largas hasta encontrar nuevamente un lugar para acampar, Por no decir que los espacios especiales para ciclistas o caminantes han pasado de 6 a 10 dolares, se ve que 6 dolares se lo podían permitir los miles de «sin techo» que pueblan L.A. y alrededores. No hay ni un hueco sin edificar, preguntar a la gente ni intentarlo, respuesta negativa asegurada, hoteles, moteles y derivados prohibitivos. Así que en un atardecer rodando por Malibu y buscando un sitio, vi una carreterita que junto a un riachuelo escalaba hasta las mansiones de la colina. No me lo pensé dos veces, estaba prohibida la entrada pero era mi única opción. El problema es que también era la única alternativa para los homeless que ocupaban cada rincón con sus campamentos improvisados. Después de sudar 2 o 3 kilómetros asumí que no iba a encontrar un lugar solitario, salude a mis vecinos y tendí un plástico junto a un tronco. Durante la cena se pasaron a charlar un poco conmigo, y la verdad que eran muy majetes. Yo no vi ni rastro de alcohol y aparentemente no estaban drogados, así que dormí como una piedra. Eso si, la navaja cerquita.
Karen y Carl son dos nuevos amigos que conocí en Long Beach. Karen se marchó a pasar el fin de semana en el rancho de una amiga de la universidad y Carl y yo nos quedamos de finde de machotes. Visitamos el Endeavor, ruta por L.A., Hollywood, nos tomamos unas birras en un bar de camareras buenorras y siliconadas y cenamos una cacerola de macarrones con unos margaritas bien cargados… En octubre o noviembre piensa recorrer México hasta Guatemala y yo que estoy meditando darme un garbeo por el Gran Cañón y recorrer el desierto de la Baja con el invierno más avanzado, a lo mejor podemos acompañarnos. De momento espero poder verlos algún día en Vitoria y recoger unos hongos en las faldas del Gorbea.
Al sur de L.A. desaparecen los «sintecho» y aparecen los Ferraris. La carretera hasta San Diego es una sucesión de mansiones multimillonarias, boutiques de lujo y galerías de arte. Un ramalazo de poderío, riqueza y orden yanqui antes de entrar en el desordenado, sucio y ¿peligroso? México.
Esto os lo escribo sentado en la esterilla que esta tendida ante la puerta de la casita. El suelo sucio de publicidad por todos lados y un poco más allá desaparece el asfalto y se convierte en tierra. Los vecinos compiten por ver quién suena más alto, Perro Loco y su reggaeton o la Durcal. Ya en México me he tomado unos días de descanso para poner en orden de revista a Bicicleta, editar tooodas las fotos pendientes, redactar el blog y descansar estas patitas flaquitas que dios me ha dado. El cambio en la frontera es brutal, el tortazo de una realidad inimaginable viniendo de el país que te multa si tu césped no está perfectamente cortado. Pero eso es otra historia, historia que me toca vivir y construir ahora, se la contaré seguro.